MARÍA Y LA PANTERA

Estaban desnudas, paradas frente a frente en el living de su casa, bañadas en transpiración. María sentía que peleaba contra una gata salvaje y, aunque los golpes le dolían, no lo podía creer.
– Para violarte no necesito ni sacarme los guantes – le susurró Silvia.

Cuando llegó al gimnasio estuvo a punto de dar vuelta e irse. Quince años habían pasado desde la última vez que pisara uno.
María era una típica ama de casa. El titulo de arquitecta era un adorno. Apenas recibida, se casó. Apenas casada, se embarazó. Al primer hijo siguieron otras dos hijas y ahora, con cuarenta y ocho años ni se acordaba de su profesión.

Había decidido ir al gimnasio por puro aburrimiento. No estaba mal físicamente. Nada mal. Mejor dicho, estaba muy bien. El espejo le mostraba una mujer de 1,70, de ojos claros, labios adecuadamente gruesos, nariz fina y cabello castaño claro y largo hasta la mitad de la espalda, algo raro en una mujer de su edad. Los pechos se mantenían firmes a pesar de todo y siempre habían sido grandes. Las piernas eran fuertes y no había celulitis en esa cola, no señor.

Pero el espejo también le mostraba que estaba aburrida.

El gimnasio quedaba a tres cuadras de su casa y era bien de barrio. Se había quedado parada mirando como los demás se ejercitaban cuando la chica que hacía de secretaria – recepcionista – y todo un poco se le acercó.

– ¿Venís por boxeo recreativo? – le dijo a modo de saludo
– ¡No!, ¿porque decís?
– Por nada, como estuvimos tirando folletos y empieza hoy, pensé…

Media hora más tarde, María tuvo su primera clase. Lo decidió impulsivamente. Era eso o se iba del gimnasio.
Tal vez, ver a Silvia había tenido algo que ver.

Silvia tenía algo de gata…o de pantera. Definitivamente había algo felino en ella. El pelo negrísimo no llegaba a tocarle los hombros. Usaba un gel que hacía que siempre pareciera mojado.
Igualmente, era normal ver a Silvia mojada.

Entrenaba duro y su cuerpo, musculoso pero muy femenino, brillaba por la transpiración.

Justamente, pegaba a la bolsa con furia asesina la primera vez que María la vio. Era una fiera de ojos verde esmeralda. En un momento, por unos instantes y sin dejar de castigar la bolsa, esos ojos se fijaron en la recién llegada y la miraron de arriba abajo.

Enseguida se hicieron amigas.
Silvia la acosó desde el primer momento. Ni se molestó en ocultar que le gustaban las mujeres, que le encantaba perseguirlas y que eso es lo que le iba a hacer.

Lejos de huir despavorida, María aceptó el convite. Era lo más fascinante que le había ocurrido en años. Se dejó llevar por el juego…porque pensaba que era un juego.

Es que Silvia era discreta, a su manera. Nunca provocaba a María con público presente. Gustaba arrinconarla a solas en el baño, en el vestuario o en algún ascensor. Pero no pasaba de palabras calientes o cuerpos muy cercanos. Todo muy excitante, pero inofensivo: Un juego secreto, algo perverso y bastante estimulante, entre clase y clase de box.
En realidad, no era boxeo. Para ser exactos, las clases eran de entrenamiento de boxeo. Hacían bolsa, puching ball, saltaban a la soga, hacían sombra, pero no cruzaban guantes. La mayoría de las mujeres iban a descargar energías, mejorar el físico y divertirse un rato. La idea no era romperse la nariz.

– Tendríamos que pelear- le dijo Silvia.
Estaban solas en el baño del gimnasio, en medio de la ya habitual provocación, arrinconadas contra una pared.

María la miró asombrada.

– Acá no, digo…en otro lugar…¿no viniste a boxear vos? – insistió la otra
– ¿Alguna vez boxeaste?
-Claro, ¿para que te crees que entreno?
-…
-Quiero pelear con vos, en bolas, solo guantes…no sabés que lindo es…
-Y la que gana…¿Qué gana?
Silvia se limitó a sonreír.

Jamás había estado en una situación minimamente parecida. Estaban desnudas, paradas frente a frente en el living de su casa, bañadas en transpiración. Boxeaba con Silvia, que parecía una gata salvaje; y, aunque los golpes le dolían, María no lo podía creer.

Era demencial hacer lo que estaba haciendo en su propia casa. No estaban ni su marido ni sus hijos, por supuesto…pero igual era demencial.

Silvia la atacaba con clase, manteniendo la calma, sacando manos con soltura. María solo se defendía.

– Para violarte no necesito ni sacarme los guantes – le susurró Silvia.

Una oleada de calor sacudió a la dueña de casa.
No hubo pensamiento, solo reflejo, cuando la mano derecha voló y se incrustó en la cara de la pantera.
Silvia se fue para atrás por la tremenda trompada y casi termina en el suelo, pero se recuperó en el último momento.

María, paralizada, vio como la morocha, luego de tocarse la cara, contemplaba la sangre. Un corte en el labio, nada grave.
O tal vez si.

La sangre de Silvia fue como un masaje en el clítoris para María. La parálisis se derritió.
Ahí se terminaron las fintas. Silvia, enfurecida, se abalanzó sobre su rival y esta, excitada como nunca, respondió a todo lo que le tiraban. En segundos intercambiaron más golpes que en toda su vida.

Se abrazaban y se golpeaban.
Se soltaban y se golpeaban.
Gruñían, puteaban y se pegaban.

La hembra mayor estaba mareada. Silvia lo supo cuando la abrazó. Sintió las tetas mojadas y calientes contra las suyas. La pantera buscó juntar las conchas. La presa se resistió. Silvia empujó a tetazo limpio hasta que María perdió pie y cayó de espaldas, con las piernas bien abiertas.
La pantera fue directo a la esos labios húmedos que se le ofrecían indefensos. Arrodillada, atacó la concha enemiga con una lengua que semejaba una lanza. Chupó, clavó y mordió, ante los gritos desesperados de su victima, que solo atinaba a intentar cerrar las piernas. Tratando de separarse, María levantó las piernas y la otra aprovechó para clavarse más.
Silvia, con la cabeza hundida en la entrepierna rival, soportaba la presión de los muslos de María y contestaba con golpes a las nalgas, a las costillas y a la tetas, sin dejar de intentar penetrar en el tajo enemigo.

La cabeza de María era un mareante torbellino de dolor, placer, furia y miedo. Oleadas de calor recorrían su cuerpo y el olor a hembra la abrumaba, con un efecto paralizante y estimulante a la vez.

Sentía que esa lengua le sacaba sus secretos. Sentía que Silvia buscaba enterrarse en su cuerpo, violarla, matarla, comerla…y eso le gustaba en una forma indecible.

Cada vez que los guantes de ese animal que la estaba violando llegaban a sus tetas, aullaba de doloroso placer.

Al fin, Silvia soltó la concha, la victima aflojó las piernas y eso sirvió para que la pantera sacará la cabeza, se irguiera y se abalanzara buscando cuerpo y labios. Los labios ensangrentados de Silvia besaron los de María y ambas se abrazaron y golpearon en los flancos.

La concha de la pantera castigaba la concha de su presa sin piedad.
Gritaban y se insultaban.

-Te cojo te cojo te cojo putaaaa!!!!!!!!!
-nooo!!!!!! – contestaba María
-putaaa putaaa te mato te mato yegua puta yegua
-ahhh putaputaputaaaaaaaaaa
-mia miamiatecojooo
-putaconchudaaaaa
-miaaasiimia puta vieja puta te recontracojo ahhh………

Concha con concha se frotaban cuando los jugos mutuos desbordaron. “Te quiero, te quiero, te quiero puta te quiero”, se encontraron diciendo, mientras subían y subían.

El ambiente se llenó con el sonido de la respiración entrecortada y los sollozos.

Se quitaron los guantes para poder acariciarse.

Después de un largo rato se ayudaron a levantarse, pero quedaron de rodillas, frente a frente y verse así bastó para aferrarse de las caderas con la izquierda y buscar la entrepierna ajena con la derecha. Empezaron manoseándose con poca gracia, pero pronto se acomodaron una a la otra y las manos se fundieron con los clítoris y exploraron tajos ansiosos y acariciaron humedades, entrando y saliendo, rozando y apretando, gimiendo, jadeando y gruñendo a coro.
Con las barbillas apoyadas en el hombro de la rival, hundían los dedos más y mas rápido, más y más fuerte, hasta que la pantera retiró su mano y, con un aullido, se rindió al placer de los dedos de su enemiga. María clavó y clavó con furia, mientras abrazaba a Silvia con desesperación y la fiera, vencida, se derrumbaba entre lágrimas y la hembra mayor caía encima y se restregaba, enloquecida, hasta explotar en su propio orgasmo, con un alarido de placer y de triunfo.

Silvia lloró hasta quedarse vacía, sin furia, sin dolor, sin lagrimas y, sentía, sin voluntad. María se la había devorado, la presa se había convertido en cazadora y ella, la pantera, en presa.
Una parte de Silvia lo disfrutaba. Otra parte pedía revancha.
A su pesar, se abrazó a María, buscando desesperadamente su calor. Ya llegaría la venganza, pero no sería hoy.

(c) Tauro, abril de 2010

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